sábado, 7 de febrero de 2015

OBRERO DEL ASERRÍN



 




   Mi viejo era un obrero, trabajaba en una carpintería, llegaba cada tarde con olor a aserrín a casa, en la ropa, en la cara donde recibía mi beso, yo sentía ese olor. Siempre que lo extraño, el sentimiento viene acompañado por esa otra añoranza, el olor a aserrín.
 
   Se llamaba Juan, el segundo nombre  lo eligió mi abuelo Alejandro, en el registro civil de Federal, pcia de Entre Ríos, cuando lo fue a anotar, cuatro días después de haber nacido, le dijo a la empleada: "de segundo nombre póngale el del santo de los perros" "¿San Roque? ¿Roque le ponemos?" Mi abuelo, decidido, dijo "sí, ese, Roque". Y así quedó.


   La primera vez que compré un libro en una librería, fue con él. Muchos de los que leen esto, pensarán: ¿"tan extraño le parece"? Y sí, porque en mi casa, nadie leía. Pero sabían que me gustaba mucho hacerlo, que en la biblioteca de la escuela, pedía regularmente el libro "Caleidoscopio". Mil veces lo leí. Era de lectura escolar, pero me encantaba. Igual que "Rulo y pelusa" Porque eran episodios que vivían dos hermanitos y como yo no tenía hermanos, ese era mi sueño siempre: un hermano varón.   


   Pasábamos por casualidad por la librería ese día, un sábado ala mañana, y me dejó quedarme a mirar la vidriera. Compramos dos: "Corazón de Oro" de Luise M. Alcott y un compilado de cuentos: "En el país de la fantasía". creo que tenía siete años por entonces. Después vinieron Mujercitas y algunos otros como "Bajo las lilas". Todas historias de niñas tristes, pobres, con sueños por cumplir.

   Nunca olvido esa dedicación de mi papá hacia mí. A los cinco años aprendí a leer con él, por la noche nos acostábamos a leer el diario Crónica. me hacía leer los títulos, así aprendí a leer antes de entrar a la escuela primaria.

   Muchos defectos tuvo ese hombre taciturno, muchos, de los que ya hablaré. Pero a pesar de todas las cosas malas que vinieron después de esos años, jamás olvido el olor a aserrín, el abrazo y el roce de su abrigo de corderoy, el chocolate "Aero" que encontraba siempre en uno de sus bolsillos, el aliento a cigarrillo y a alcohol, que nunca me gustó, pero lo amaba tanto que lo pasaba por alto.

   Febrero es el mes en que se fue, este luchador que se cansó de luchar muy temprano, que me dio poco pero siempre lo mejor, que me amó más allá de todas las cosas y me reconoció hasta unas horas antes de su muerte, aún cuando ya confundía nombres y parentescos. y yo lo amo aún, porque no existe el límite de la muerte, la muerte es un pretexto para quien quiere alejarse de alguien. Los que queremos seguir cerca, acá estamos, de este lado, con los recuerdos mas vivos que nunca, y el corazón lleno de cuentos que aún me faltan leer y librerías que aún no visité con él.

martes, 3 de febrero de 2015

LA PRINCESA



   Cuando era chica, vivía en un barrio del conurbano bonaerense, muy cercano al que vivo ahora, Nací en un hospital público, y mi primer hogar era una casa muy humilde, unas piezas que mis padres alquilaban. Digo piezas porque ni siquiera eran departamentos. Ninguna de las dos habitaciones podría decirse que era una cocina, salvo porque mi mamá tenía una mesita a modo de mesada, una cocina, mesa y sillas. El gas provenía de una garrafa y cuando hacía frío nos daba calor un calentador a kerosene. Hacíamos colas y colas en el barrio para conseguirlo. De esa cocina recuerdo los repasadores siempre impecables que tenía mi mamá. Tampoco teníamos baño, era compartido. Las paredes de la pieza eran húmedas, el cielo raso de madera terciada también. Mi imaginación inventaba seres en los dibujos caprichosos de las manchas de humedad que se acentuaban más en invierno, con las lluvias que soportaba el techo de chapa. Dormía en la misma pieza con mis papás. Tenía miedo a la oscuridad, pedía siempre dormir con la luz encendida, me dormía viendo los bultos de ellos dos en la cama de al lado, me daba tranquilidad saber que estaban ahí. Dos bultos en la cama, mamá y papá. Nunca los vi como seres que se amaran ni mucho menos. Pero me amaban y eso me parecía suficiente.
   Los fines de semana mi papá solía llevarme a la plaza del barrio, a andar en bicicleta, la que me habían regalado al cumplir los seis años. Era azul, tenía rueditas. No sabía al principio andar sin ellas.
La plaza de Billinghurst, en el barrio que lleva el mismo nombre, antes de las reformas, quienes la recuerden de esa época, era más agreste, no tenía los canteros y caminos de cemento que tiene ahora, tampoco la fuente en el medio. Era una plaza con senderos de tierra y piedritas de ladrillo naranja, sólo con veredas embaldosadas en el perímetro. En el medio había una especie de rotonda de cemento, a modo de monumento, una especie de kiosco como en Barrancas de Belgrano. Tenía cuatro escaleras para acceder a él, con barandas de hierro que lo rodeaban. Me gustaba jugar a que ese lugar en el centro de la plaza era mi mansión y el resto de la plaza, mis dominios. Estacionaba mi auto en una de las entradas, osea mi bicicleta y ahí entraba a mi casa, donde por supuesto tenía muchas habitaciones, una cocina, muchas ventanas, muchos hermanos, un jardín enorme, balcones.

   Era la dueña, la princesa.

   No me da vergüenza contarlo, era una nena con muchas carencias, pero en la medida de lo posible, me daban todos los gustos, única hija, el arroz blanco, los fideos con manteca, el churrasquito sin grasa, las galletitas de chocolate. pero teníamos una libreta en la almacén, una cuenta que mi viejo, laburante, carpintero de oficio, iba saldando de a poco. Mi mamá fue en su juventud una obrera textil, peronistas los dos. Muy trabajadores, pero con pocas ambiciones. Creo que en mí ponían todas sus expectativas. Qué sería la nena cuando fuera grande, qué libros compraba papá para poner en la biblioteca que orgullosamente él armó para mí con unos sobrantes de madera de la carpintería.
   
   La nena con ambiciones de princesa. ahora, una obrera, desocupada, despedida. Ahora sé que ese sueño era tan fantástico como los libros que leía: Mujercitas, esas chicas pobres, contentas de ser pobres y de resignar sus desayunos para dárselo a quién más lo necesitara. Yo era pobre como ellas, como las niñas de La Familia Ingalls. Era pobre, siempre lo fuimos. Una nena que mamá la bañaba en la cocina, en un fuentón, que la envolvía con un toallón y la sentaba cerquita del calentador a kerosene para que no tomara frío. Eramos pobres, pero siempre planchadas las tablas de mi delantal, las medias impecables, los zapatos lustrados.
   Ya no me interesa la mansión, el auto, la casa con escaleras. ya no quiero dominios. Sólo me importa estar rodeada de luchadores, de gente que quizás también han vivido las carencias que yo viví, y los que no las vivieron, pero son conscientes de que existen. Sólo quiero que mi corazón esté latiendo fuerte por amar y ser amada.

   La princesa ha cambiado de dominios... y ya no es princesa.